El 4 de agosto de 1946, a la 1:51 de la tarde, un potente terremoto sacudió la península de Samaná, al noreste de la República Dominicana, dejando una huella imborrable en la historia nacional.
El sismo, de magnitud 8.0 en la escala de Richter, tuvo su epicentro en el talud norte de la Fosa de Puerto Rico. Su fuerza estremeció gran parte de la isla La Española y se sintió también en Puerto Rico y las Islas Vírgenes. Poco después, un tsunami golpeó la costa dominicana, agravando aún más la catástrofe.
Cuatro días más tarde, el 8 de agosto, una réplica de magnitud 7.6 volvió a sacudir la región, intensificando el temor de la población y provocando más daños en estructuras ya comprometidas por el primer evento.
A pesar de la magnitud del terremoto, los primeros informes indicaron que alrededor de 100 personas perdieron la vida. Esta cifra fue considerada baja, en parte porque muchas personas estaban fuera de sus hogares participando en celebraciones, lo que evitó que quedaran atrapadas bajo los escombros.
Sin embargo, el escenario se tornó aún más trágico con la llegada del tsunami. Olas de entre 4 y 5 metros de altura arrasaron la costa noreste, penetrando varios kilómetros tierra adentro. La comunidad de Matanzas, en lo que hoy es la provincia María Trinidad Sánchez, fue prácticamente destruida. El mar, al avanzar y luego retroceder con violencia, arrastró consigo casas, animales y personas, elevando el número estimado de víctimas mortales a más de 1,800. Cerca de 20,000 personas resultaron desplazadas, sumiendo a la región en una crisis humanitaria.
Las zonas más afectadas fueron las provincias de Samaná, El Seibo y María Trinidad Sánchez. La infraestructura sufrió enormes daños: puentes, caminos, iglesias y edificios gubernamentales colapsaron. Incluso en la ciudad de Santiago se reportaron afectaciones importantes en diversas edificaciones.
